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Artificio y verdad

En la obra de Insausti abundan los leves apuntes paisajísticos, los poemas en los que no parece pasar nada, pero en los que con preciso ingenio se recrea un instante cotidiano y mágico

josé luis garcía martín

Sábado, 22 de octubre 2016, 10:41

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Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969) es un escritor todo terreno que lo mismo publica rigurosos estudios académicos que poesía, novelas, diarios, libros de aforismos, traducciones (entre ellas, las más completas y rigurosas de muchos poetas ingleses). Como suele ocurrir en estos casos, tanta fecunda laboriosidad actúa en contra suya: unos libros tapan a otros.

Las mismas características de rigor y desmesura que en su obra en general encontramos en Línea de nieve, su última entrega poética. La variedad de tonos y un cierto gusto por el virtuosismo técnico pueden dificultar la lectura.

Dos son las principales maneras de hacer que muestra el nutrido volumen. De un lado están los poemas breves, un poco en la línea de Miguel dOrs, como Destello, que ejemplifica «la impávida hermosura del mundo» en cuatro garzas «blanquísimas, muy quietas, en hilera / sobre el espejo del regato, / igual que una escuadrilla de hidroaviones / a punto de marchar hacia otra parte».

Abundan los leves apuntes paisajísticos, los poemas en los que no parece pasar nada, pero en los que con preciso ingenio se recrea un instante cotidiano y mágico: Crónica, Proyecto para locus amoenus, El sendero. En esa línea puede incluirse también la serie de haikus. «Se aclara el día / y un anciano decide / acompañarlo». O los poemas circunstanciales que bordean el sentimentalismo, pero que no incurren en él, como los dedicados al cumpleaños de los hijos.

A ese tono conversacional, a esos poemas en los que el aparato retórico aspira a volverse invisible, en que se disimula el artificio del verso, se añade otro, en abierto contraste, que juega con la rima (incluso con el ripio) y en ocasiones da la impresión de que el texto desarrolla un tema propuesto de antemano, casi como un ejercicio de clase.

Un primer ejemplo lo encontramos en La estatua de Mao en Kashgar, escrito en sexta rima, una estrofa poco frecuente en la poesía contemporánea: «Así te imaginaron: los pies juntos, / un pliegue en los faldones del gabán, / la botonera doble, en ocho puntos / (como tu Disciplina, que el Gran Khan / sin duda aprobaría), y esa estrella / refulgente en tu gorra, casi bella».

Son poemas que recuerdan a cierto Auden (el de Cartas de Islandia, por ejemplo), al Espronceda de El diablo mundo o al Rubén Darío de la Epístola a la señora de Lugones; y detrás, y como modelo de todos ellos, el Don Juan de Byron. A veces da la impresión, en Carta a Ramuntxo o en Amanecer en Wall Street, que el poeta se deja llevar demasiado por el funanbulismo de las rimas y no desdeña el tópico: «y entre la multitud / ebria de dopamina / hay quien pide fast food, / silba, fuma, camina / o apura el aguachirle / que aquí llaman café».

Pero no todos los poemas extensos son de la misma clase. Preludios (el título alude a la conocida obra de Wordsworth) recrea en diez sintéticas viñetas su evolución vital e intelectual. Bruto a Ovidio vuelve al género clásico de la epístola (tan utilizado en las escuelas de retórica) para, en una transposición temporal, ofrecer una crítica del mundo contemporáneo, quizá un tanto banal (se habla del Whatsapp y del McDonalds).

Otro poema extenso Chiesa Santa Croce se basa en una noticia periodística («La comisión de Cultura ha aprobado una moción que revoca el bando que desterró al poeta de la ciudad») para hablarnos de la sorpresa de Dante al volver a la Florencia actual. Como complemento, Inferno, XXXII traduce reproduciendo laboriosamente los tercetos encadenados un amplio fragmento de La divina comedia. Se agradece el esfuerzo, pero no parece que encaje demasiado con el resto del libro ni que se entiendan bien esos versos de Dante desgajados del contexto y sin notas.

Línea de nieve habría ganado, si no con una poda, sí con una adecuada estructuración del conjunto, con una más atinada edición (la labor del poeta no termina al acabar el poema, sino al disponerlo en el volumen en que lo presenta al lector: la ordenación, la división en parte tienen también una función estética).

Pero, al margen de exhibicionismos y virtuosismos (en absoluto desdeñables), bastan media docena de poemas breves para hacer memorable este libro. Son poemas en que, como en Regreso de la Ulzama, el poeta intenta dar a sus visiones de la naturaleza y a su experiencia de la vida «un sitio en la memoria, un poso, un orden / eterno en que tal vez me sobrevivan».

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