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Philip Glass posa en el patio de butacas del Teatro Real.
El alquimista de los sonidos

El alquimista de los sonidos

Philip Glass, padre del minimalismo, narra en sus memorias su afán por ser un gran músico contra viento y marea

Miguel Lorenci

Martes, 24 de enero 2017, 00:18

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Para Philip Glass (Baltimore, 1937), la música «es alquimia», además de «un lugar» y «un pensamiento». Lo dice uno de los grandes músicos contemporáneos, que llegó a la cima contra viento y marea. Fue fontanero, taxista, obrero en una fábrica de clavos y mozo de mudanzas para poder cumplir su sueño. Nunca cejó en su empeño, pero solo superados los cuarenta años comenzó su ascenso hasta erigirse como uno de los genios del minimalismo. Una carrera de obstáculos vencidos a base de talento y tesón que relata en Palabras sin música, sus memorias nada minimalistas que Malpaso publica en España.

«Mi cerebro es música», afirma un Glass dotado para la palabra y que se descubre como un eficaz narrador, un agudo cronista. Un observador atento al detalle que rescata sus recuerdos para mostrar cómo su evolución personal jugó un papel crucial en el desarrollo de su música.

«La música y la ópera son como un sueño que transforma en oro lo ordinario en un proceso que está al alcance de muy pocos», aseguraba este alquimista de los sonidos ante el estreno mundial de El americano perfecto, la opera que dedicó a Walt Disney, en el Teatro Real de Madrid en 2013. Explica ahora en sus memorias que «piensa música», que la siente «como un lugar concreto» y que sus innovaciones parten «del respeto y el conocimiento de la tradición».

Cuando compone no piensa en la estructura, ni en la armonía, ni en el contrapunto, «ni en nada de lo que aprendí», escribe. «No pienso en música, sino que pienso música», aclara. «Cuando hago un esbozo musical, estoy escuchando algo, pero no sé exactamente qué es. Gran parte del trabajo de componer consiste en el esfuerzo para tratar de escuchar», explica.

Asegura que la música «es un lugar, tan real como Chicago o cualquier otro sitio que se le pueda pasar a uno por la cabeza, con todos los atributos de la realidad (profundidad, olor, memoria)». Utiliza la palabra lugar de manera poética, «pero lo que quiero transmitir es la solidez de la idea». «Un lugar es una manera de destacar una determinada visión de la realidad. Puedes fijar y llamarla lugar para regresar a ella», dice.

Autor de veinticinco óperas, ocho sinfonías, una veintena de ballets y un sinfín de bandas sonoras, como la serie Qatsi de Godfrey Reggio, ganador de un Oscar por Las horas, Glass lleva casi cinco décadas componiendo y no le hace ascos a ningún género. Junto a Steve Reich, Terry Riley y La Monte Young, es uno de los padres de la música minimalista, pero él es el más original y relevante del grupo.

El menor de los tres hijos de una familia judía de Maryland, su madre era bibliotecaria y su padre regentaba una tienda de discos. «Sabía que la música era mi camino», dice Glass, que aprendió a tocar la flauta de crío y se las tuvo que ver con su madre. «Si te vas a Nueva York a estudiar música, acabarás como tu tío Henry, malgastando tu vida, yendo de ciudad en ciudad y viviendo en hoteles», le amenazó Ida Glass recordando la atrabiliaria vida de su hermano, batería nómada. No fue un freno para alguien que se ufana de tener muy desarrollado «un magnífico gen, el gen me-da-completamente-igual-lo-que-pienses».

Tras graduarse en la Universidad de Chicago y completar estudios en Europa, en un viaje iniciático a la India se convirtió al budismo. Antes de hacerse un hueco en la escena neoyorquina trabajó en mil oficios. «Nunca me molestó ganarme la vida como buenamente pude. Fue bueno», escribe. Los 24 años de trabajos de supervivencia «nunca me pesaron». «Mi curiosidad por la vida se impuso sobre cualquier menosprecio que pudiera haber tenido hacia el trabajo», asegura Glass.

Todo cambió en 1978, cuando con 41 años la Netherlands Opera le encargó Satyagraha, ópera sobre Gandhi. Con Einstein en la playa (1976) logró el reconocimiento internacional e inició una singular trayectoria que alternó iconoclastas composiciones, colaboraciones con el director teatral Robert Wilson y partituras para películas como Koyaanisqatsi (1982) y Las horas (2002). Ha dedicado óperas a otros grandes genios como Galileo (Galileo Galilei), Franz Kafka (El proceso) o Walt Disney (El americano perfecto).

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